viernes, 27 de diciembre de 2013

diario de unas manos que sudan

Viernes 27-12-2013
19:23 Horas.

          Querida Luna:

El café corre por mis venas, como una adicción más no está mal. Duermo con mucha facilidad. Tal vez por eso puedo «arriesgarme» a tomar dos tazas de café. Yo diría que el café me sienta bien. Sin embargo sería incapaz de tomarlo al pensar que tengo que salir para hacer la compra.

La compra. Siento que en determinados lugares, me siento expuesto. Sea por lo que sea, por miedo o recuerdos que afloran, la línea de caja me parece como una fila con un único destino, un reconocimiento de mi propia existencia. Además, por alguien que ni siquiera conozco, el cajero o la cajera.

Ya digo que no sé porqué nefasta alquimia, el cajero o la cajera me producen un malestar muy grande. Puesto que es en ese único punto, al ir a pagar lo comprado, cuando no puedo evitrar el pasar junto a alguien.

Lo recuerdo todavía, el no saber qué decir. El sudor frío en las manos. El terror al vacío, a parecer tonto, a que se notase, que no tenía ni idea de cómo presentarme a mí mismo ante otra persona. 

       Tal vez omitía que en ocasiones no hace falta una presentación. Que las cosas son más fáciles. Pero nadie me lo explicó.

Yo como niño, pensaba que pasar por caja era importante. Nadie me había hablado de la importancia del dinero. Pero tal vez porque lo teníamos todo, sin tener nada. 

     Entonces, era mucho más consciente de que el hecho de pagar, normalmente frente a una cajera, o dependienta de una tienda. 

     Los pequeños comercios de barrio eran una tortura para mí. 

     Todo conjuraba para hacerme consciente de que no tenía los recursos necesarios para comenzar una conversación.

Era en los puntos de caja donde observaba con más claridad cómo mis padres. Sobre todo mi madre, con una facilidad pasmosa, hilaba palabra tras palabra. Palabras. Palabras, palabras que se negaban a salir de mi boca. Yo era mudo.

Y mi mudez era algo que nunca supe por qué siempre pasó desapercibida. Siempre se me pidió que cumpliese con las tareas de hacer la compra, como cualquiera de mis hermanos. ¿Quién no tiene que acercarse alguna vez al pueblo para hacer una compra de última hora?

Y era en esas compras, frente a semi-desconocidos, que afloraban mis miedos. La palabra no acudía a mi boca. Solamente podía asistir a mi propio malestar, que iba creciendo mientras más tiempo estaba allí parado.

A veces aparentaba estar mirando distraído los productos de alimentación de la tienda. Pues después de todo yo solamente era un niño. Sin embargo, era muy consciente de mi estancia en aquel lugar. Muy autoconsciente.

No podía olvidar que «yo», estaba «allí». Sobre todo, no podía eludir el hecho, de que «yo», tenía que decir «algo». Nunca nadie me explicó que ante cualquier circunstancia, con ser medianamente educado se podía salir del paso.

No mis padres, desde luego. Ellos nunca pensaron. Tuvieron que pasar décadas antes de que una psicóloga me hablase de que ante una reunión de desconocidos, las conversaciones son de lo más tontas. Que no tiene mucha importancia lo que se diga, y que la simple educación basta. 

Que las frases hechas están para suplir esas circunstancias. Y que si mis padres eran muy prolíficos cuando se cruzaban con cualquiera para sacar su vena social, y ponerse a hablar, con quién fuese, eso era cosa de ellos. Que para hacer la fila en una cola. No se necesita más que la más simple educación.

Todavía mi corazón se vuelve negro, cuando recuerdo los sudores de no saber qué decir, delante de la dependienta, como cuando tan solo era un niño. Que no sabía hablar

        Con mis manos, el miedo. Durante años, hasta mucho después.






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